¿Por qué dedicarme al voluntariado cambió mi vida?

Me gusta creer que todos tenemos una razón para estar aquí. Yo, personalmente, creo haber encontrado mi misión al ayudar a las personas a través del voluntariado.
CAS (programa de voluntariado del Bachillerato Internacional de mi colegio) siempre me gustó, por eso cuando se me presentó la oportunidad de ir a construir casas fuera de Lima, postulé sin pensarlo dos veces. Éramos tantos postulantes que el colegio nos pidió redactar ensayos de para seleccionar a quienes participarían de la actividad. Apenas se anunció esta medida, muchos se retractaron. Yo, por otro lado, me explayé con un ‘ensayazo’ y así me eligieron.
Esa fue mi primera experiencia como voluntaria, tenía solo 15 años. Durante esa actividad, los voluntarios dormimos en el piso (en sleeping bags) dentro del salón de un colegio. A pesar de que había mucha tierra, no teníamos agua potable, por lo que no nos podíamos bañar por las noches después de construir. A pesar de que me costaba dormir con tanta gente, todo cambió cuando conocí a mi “cuadrilla”: otros chicos que, al igual que yo, también quería ayudar.

Teníamos como misión construirle una casa pre-fabricada a una familia (conformada principalmente por la señora Paulina y el señor Eladio). En esos días, aprendí a nivelar la tierra para poner el piso y trabajé con clavos y con martillos. A pesar del incesante calor, la señora Paulina iba de rato en rato a la bodega para traernos gaseosas heladas. Siempre se quedaba cerca a nosotros viendo, tal vez imaginando, cómo se vería ese hogar para su familia.
El día que colgamos las ventanas fue mágico. Pusimos una cinta alrededor de la casa, los dueños la cortaron y rompimos una botella en medio de la sala. Habíamos terminado con nuestro trabajo. Regresamos al colegio a alistarnos y, eventualmente, volvimos donde la familia para despedirnos.
La señora era criadora de cuyes y nos dijo que no tenía “nada que ofrecernos como agradecimiento” pero ese día mató a dos de sus mejores animales y nos preparó cuy chactado con salsa de mantequilla de maní. Todos comimos alrededor de la mesa y luego nos despedimos. Al llegar a casa, estaba exhausta físicamente, pero la risa de Paulina y Eladio hacían ecos en mi cabeza y eso compensaba todo. Solo pensaba: ayudé a construir un hogar para alguien.
Sonrisas que valen más que un cheque de un millón de dólares
“Considero que, cuando ya eres realmente consciente de las limitaciones de los demás, es inevitable querer un cambio”.
Muchos sienten que nacieron para ser grandes doctores, futbolistas, CEO’s de empresas u otras profesiones. Personalmente, yo siento que mi razón, mi motivo en esta tierra, es ayudar a otros. No me sentiría yo si es que hiciera otra cosa. Eso también influyó mi elección de carrera. Tenía 16 años y pensaba: ¿con qué carrera puedo ayudar a las personas?
Escogí periodismo para contar las historias de los que no tenían voz. Aprendí mucho en mi carrera, maduré, salí de mi burbuja y conocí las realidades de muchas personas. Considero que, cuando ya eres realmente consciente de las limitaciones de los demás, es inevitable querer un cambio.

Muchos de los niños con los que trabajé me miraban como una especie de ángel y eso quería ser. Sabía muy bien cuáles eran mis limitaciones, pero quería mejorarlas para ser otra persona: la que era a los ojos de mis niños. Conversar con pacientes y sus familiares me hizo más empática y solidaria. Me volví más justa y aprendí -también por mi carrera- a explotar mis cualidades para conseguir contactos dentro del sistema de salud y así beneficiar a los pacientes.
Siempre he creído que uno no tiene que ser el presidente, alcalde, jefe o un “adulto mayor de 50 años” para cambiar las cosas. Aún recuerdo a esa Camila de 5 años sentada con su papá en el carro y preguntándole por qué un niño de mi edad pedía dinero en la calle en vez de estar en el colegio. Nunca olvidaré su respuesta: “El gobierno debe de hacer algo”. Ahí algo hizo click en mí. No quería esperar a que otra persona haga un cambio si yo también podía ayudar a conseguirlo. Estudié, me preparé y desarrollé mis habilidades para lograr cambios.
Durante mi tiempo en Donante Pendiente, logramos que más de 50 niños puedan seguir con su tratamiento al conseguirles sangre o plaquetas. El haber salvado vidas nunca va a tener un precio. Se valora en las fotos que recibo de mis chiquitos cada cierto tiempo. Ya con cabello largo, acabando el nido, en remisión, viviendo. El voluntariado te hace sentir sensaciones que ni el trabajo más cool te va a dar. Lo haces porque quieres, porque te nace y sin esperar nada a cambio. Esas sonrisas que me han dado valen más que un cheque de un millón de dólares.