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Memorias De Una Joven Normal

Memorias De Una Joven Normal

Solamente quería que cualquier otro ser humano con dos ojos para juzgarme desapareciera. Yo quería hundirme sola, sin que nadie me vea.

 

– Me voy a clases, ¿vienes conmigo? – me dijo Irene.
– Eeeeh, ¡sí! ¡sí!

Salimos juntas caminando a la parada del bus.

– ¡Uy! Me olvidé de un cuaderno importantísimo. – le digo.
– Que bajón, te espero.
– No. Anda tú, yo espero al siguiente bus.

Regreso caminando apurada a la casa, fingiendo desde la nuca por si alguien me sigue con la mirada. Entro al departamento y espero. Conscientemente espero. Lista, preparo las muelas, la garganta, y la trabajadora y maltratada glotis para comer. Para comerme, para volverme un loop de culpa y comida.

Salgo apurada del departamento después de haberme asegurado que Irene ya tomó el colectivo. Aún con el pelo mojado por mi intento de ser un humano normal y funcional, camino dos cuadras y entro a una panadería llena de gente. Estoy ahí, como un gringo loco mirando armas. Jadeante, le digo al que atiende, “4 medialunas, 4 de esos palitos, media docena de orejitas y dos bombas de fraile”. Me sudan las manos.

– Señor, ¿y Pepas? ¿Pepas tiene?
– Si, acá las tenés. – me responde.
– Media docena de Pepas. ¡No! Mejor una docena, somos varios.
– ¿Algo más?

¿Me estará juzgando el panadero? Me pregunto a mi misma. ¿Estará pensando que toda esta comida es para mí? ¿Me ha descubierto?

Parada en la panadería, finjo que cuento cuánta gente me espera con los dedos. Qué estúpida. En mi cabeza actúo, pero susurro mi falso conteo para que el panadero no crea que toda esa comida es sólo para mí. “¿Cómo va a ser posible que una sola persona se coma todo esto? Imposible. Esta chica va al desayuno con sus amigos, con su familia, quizás lleva todo esto para compartir en el laburo.”, me imagino que piensa el panadero y salgo avergonzada y ruborizada. Aunque también ansiosa, valiente, triunfante y mala. Una gran villana. Una experta mentirosa.

Subo a la casa y siempre antes de sentarme a comer, actúo (otra vez) y digo en voz alta “¿Irene?” en un tono relajado, como para asegurarme que estoy sola en casa.

– ¿Irene? – llamo de nuevo.

Nadie responde, la gata me mira. Subo las escaleras metálicas rápidamente. Chau botas, chau campera. Mi cuarto es un caos, obviamente. Prendo la tele para contribuir al trance -hay que sedarse como se pueda. Y luego ya no estoy. No existo. Soy un animal rumiante que come y come…, para no existir, para encargarme de la única responsabilidad que tengo: masticar hasta acabarlo todo. “¿Y si dejo para después?”, pienso.

¿Después de qué? Con la mirada sostenida en la pantalla -a la que tampoco presto atención- termino la tarea devorándolo todo.

Fotógrafa, Camila Vidal Eléspuru.

Una pausa incómoda, y luego la inmensa ola. Negra y turbia. Con toda su potencia me revuelca como un remolino. No hay salida.

Agachada como una gárgola camino hasta el baño. Nueve y veinte de la mañana.
Mojo mis dedos con agua, como lubricándolos, como una buena profesional del vómito.

¡Qué placer sentir que me jalaba las tripas! Había algo vaginal. La boca y la vagina. Todo conectado, como extremos jalándose, atraídos uno hacia el otro. Recuerdo escuchar en mi cabeza “¡Hasta que salga limpio! ¡Todavía sale comida! ¡Tienes que seguir hasta que sea cristalino!”. Yo quería vomitar agua, ser agua. Sana, transparente e invisible. Agua pura.

Lo cierto es que era una montaña de carne y cartílagos molidos. Un poco cansada, sí. Pero aliviada y triunfante por haber cumplido con la misión de deshacer mis maldades. Con la débil certeza en la cabeza de que esta es la última vez.

Los nudillos rojos de haberse incrustado contra los dientes y las manos remojadas en este asqueroso moco-baba. Los fluidos que fueron fabricados para quedarse dentro ahora están fuera. Nunca me olvido del reencuentro con esa imagen en el espejo…, el reconocimiento del acto. Los ojos inundados por la presión, por el esfuerzo de no salirse del cuerpo, de no abandonarme. La boca roja y con boqueras, por la tosquedad de la mano que entró hasta lo imposible. “Ahora sí, Nuria. Tienes que buscar ayuda. Dile a alguien”.

Regreso al cuarto y sobre la cama destendida están todas las mijagas, los cadáveres del asesinato de facturas. Me odio, pero ni siquiera me permito pensarlo. No me permito tener sentimientos tan básicos, tan cursis. “Estás absolutamente sola en esto”, pienso. La culpa, la comida, la vergüenza, la mentira y tú
.

Fotógrafa, Camila Vidal Eléspuru.

Esta rutina la sostuve por varios meses. Incluso me llevó a una amigdalitis severa.

– No entiendo cómo puedes tener las amígdalas tan inflamadas. – Me decía el doctor.
– No sé, me duele mucho hablar. – Aseguraba sin vergüenza.

No podía ni tragar mi propia saliva. La culpa, la comida, la vergüenza, la mentira y el silencio me jodieron las amígdalas. Curioso que la imposibilidad de comunicarle a alguien en el mundo lo que estaba viviendo se convirtiera en un impedimento físico también, ¿no? Pobres ellas, llenas de pus y de facturas…, no resistieron y las extirparon. Exiliadas abandonan el cuerpo mutilado. 

Después de la operación, gracias a una dieta estricta sólo de purés y sopas, me sentí liberada. No tenía que ocuparme de pensar en qué comer. Estaba todo planeado, sólo tenía que obedecer y así lo hice. “¡Flaca para siempre! ¡Viva forever! ¡Forever young!”, me decía a mi misma mientras paseaba por el supermercado, empoderadísima, al lado de las galletitas Pepas, como una Beyoncé invencible. “¡Ustedes Pepas, no me intimidan! Yo no como Pepas, son demasiado básicas para mí. Es más, a mí nunca me gustaron las Pepas.”

Así estuve unos días hasta que me sentí mejor. Hasta que hizo un poco más de calor. Hasta que hicimos un asado en la terraza de la casa…

Estaba orgullosa, comiendo mi puré -y con una semana sin vomitar. Invicta y con mi maldita vida bajo control. Había vencido y renacido como ave fénix. 

– Entonces, ¿no puedes comer nada de nada?
– Nada sólido. – Explico.
– ¿Pero birra?
– Bueno sí, birra sí. Total, ya pasó una semana.

Tomo una birra, dos, tres…

– ¿Y faso?
– Bueno, dale, un poco.

Humo, humo y más humo. Mi aliado, mi guardián, mi exacerbador. Estar fumada me lleva a estar hambrienta, y estar hambrienta es, para mí, inconcebible. Es simplemente intransitable. No importa que esté haciendo, con quién o en qué maravillosa fiesta pueda estar, cuando quiero comer, como y punto.

El asado avanza como avanza una fiesta. Intoxicada, bajo sola a la cocina. Encuentro los chorizos fríos, abrazados con los panes. “Hace 6 días que como puré.”, pienso. Y como eso valida mi hambre, se inicia un instante romántico entre la comida y yo. Al bordecito del acantilado me gusta pararme.

Fotógrafa, Camila Vidal Eléspuru.

Agarro dos panes con chorizo, y en un acto psicótico, chorreo toda la mayonesa que puedo sobre ellos. Nerviosa, culpable y fumada subo a mi cuarto y me escondo. Se inaugura la ceremonia de destrucción: comer sin parar. Sentía el roce del bolo alimenticio, la masa de comida arrastrando las suturas de las no-amígdalas. Por si fuera poco, llevaba por lo menos 4 años siendo vegetariana, pero no importaba qué era lo que comía: había que comer, sea lo que sea. Ni el sabor ni la moral existían para mí en ese momento.

Nuevamente anda la gárgola camino al vomitadero. Abre el caño, “así se escuchan menos las arcadas”, pensaba. Sabe todos los trucos: a veces el vómito sale como un chorro, con propulsión, y no da tiempo de sacar la mano. Se ensucia todo, así que tener el caño prendido facilita esa limpieza. “Tienes que ser veloz, nadie puede vernos.”, pienso.
Levantar
las dos tapas del inodoro para no dejar rastro de la catástrofe. Poner la mano en forma de pistola dentro de la boca, bien adentro. Disparar una y otra vez.

Esta vez sentí los puntos de sutura como arañitas duras en las no-amígdalas, sentí el sabor de la herida en la boca. Los ojos abiertos, bien abiertos, pero sin lograr ver nada. “Hasta que salga limpio“.

Estaba borracha. Borracha y avergonzada. Regresé a mi cuarto y me hundí en la cama. Desde la terraza escuchaba a mis amigos cantar de forma armoniosa Tender, de Blur.

“Oh my baby
Oh my baby
Oh why
Oh my

Oh my baby
Oh my baby
Oh why
Oh my”

Me quedé dormida, castigada en mi cuarto. Sola.

Pobre. Sentí pena por mi esa vez. De nuevo me atrapó la sombra de la bulimia…, me había vencido. Estaba otra vez contaminada en silencio.

Dicen que cuando uno no tiene control sobre su vida se la agarra con la comida. El único territorio que aún puedes conquistar: lo que entra y sale de tu cuerpo. Inmediatamente pensarán en el sexo.., esa también es una posibilidad para algunos, pero no para mi. Yo tenía demasiada vergüenza sobre mi cuerpo como para poder compartirlo. Por si fuera poco, mi novio era soberanamente flaco. Pesaba menos que yo y eso a mi me hacía sentir enorme, un edificio, un tanque alemán.

– Es que me puedo pasar un día entero tomando solo té. – Me decía.
Y yo haciéndome la preocupada le respondía que tenía que alimentarse, pero no era preocupación. Era una envidia feroz. Feroz.

Para mi lo ideal hubiera sido no comer. No comer nunca más. Yo también quería vivir de té, ¡olvidarme de comer era el paraíso! Pero jamás lo logré. Pasaba de no comer a comerme el mundo en un ping-pong macabro. “Encima ni siquiera puedes sostener tu intento de anorexia”, pensaba.

Todo esto puedo contarlo hoy porque me curé. Lentamente y llorando un montón, pero me curé. Recuerdo el día que decidí contárselo a mi mamá.


– Mamá es que… – Lloraba.
Y aunque aún no sabía de qué se trataba, mi mamá lloraba conmigo.

Fotógrafa, Camila Vidal Eléspuru.

– ¿Estás embarazada? – Me preguntaba entre lágrimas y con angustia.
– No.
– ¿Cocaína?
– No. Mamá, es que… no puedo parar de vomitar.

“Qué vergüenza. Qué vergüenza. Qué vergüenza. Qué vergüenza.” Recuerdo que me sentía apestosa, todo Miraflores hediondo, vomitado por mi. Apestando. Ni artista, ni mujer, ni joven, ni niña, ni madre, ni amiga… Sólo una bulímica diciéndole a su madre que no puede parar de vomitar.

Para mi papá fue como si le hablara en ruso, no lo entendió nunca. En su cabeza militarizada no entendía cómo iba a ser un problema el no poder parar de comer.

Ahí fue cuando apareció Lillian, la psicóloga, a salvarme la vida con las dosis de pastillas demasiado bajas o demasiado altas. Había que encontrar la manera, intentarlo hasta lograrlo.

– Estás deprimida, nada de comer sola. Comer tres veces al día aunque no tengas hambre, no hacer nada más que comer bien y tranquila.

Y fue así como dejé a mi Buenos Aires querido, a mi roomate, mi casa, mi novio, mis pinturas, la universidad. Dejé todo para salvarme.
Y me salvé.

El primer paso y el más importante fue decirlo. Mientras más lo contaba, más ligera se hacía la carga. Dejé de sentirme sola. Aprendí a estar triste frente a otros. Poco a poco aprendí a tener heridas, a pedir ayuda, a sentarme a comer con mi mamá mirándome, siempre con un cariño inmenso -volver al nido fue mi salvación. Tuve que recoger pedazos míos que había dejado abandonados. 

Mis amigas también me acompañaron. Les contaba de mis recaídas solitarias, y aunque se me caía la cara de vergüenza, sabía que no guardármelo era la única manera de salvarme. Me escucharon con paciencia. Y con paciencia también esperé a que llegara el momento en el que finalmente pudiera liberarme de esa necesidad de ir en contra de mi misma.

Diez años después escribo este texto, como celebración por haber vencido una batalla que puede haber sido la más difícil de mi vida, sin amígdalas pero, sana y reconciliada con este cuerpo, ¡carajo!

Come on, come on, come on
Get through it
Come on, come on, come on
Love’s the greatest thing
That we have
I’m waiting for that feeling
I’m waiting for that feeling
Waiting for that feeling to come

Tender, de Blur (1999)


Quizás algo de esta historia resuene en ti. Esta enfermedad es silenciosa, la pendeja te arrastra al bucle de la vergüenza y la culpa.
Préstale atención a tu relación con la comida y al acto de comer. No esperes tener una dinámica destructiva constante para frenar.

Conozco bien a esa sombra que te sigue en silencio. El juego es muy complejo, sumamente peligroso. La salida está en romper con el silencio.

¡Salta, valiente! 

Las fotografías fueron tomadas por Camila Vidal Eléspuru hace 10 años, y me quedo sorprendida de cómo estos retratos, que no fueron tomados para esta historia, reflejan lo que en silencio estaba viviendo. Quizás, sin saberlo, una parte de mí estaba tratando de plasmar lo que me pasaba.

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